Leyendas y corridos
La serpiente de Leitariegos
Una fría mañana de invierno, un mendigo se acercó hasta la localidad lacianega de Leitariegos. En sus calles, llamó a cada una de las puertas de las casas pidiendo un poco de limosna que le ayudase a sobrevivir. Pero ningún vecino ofreció su ayuda al débil anciano. Todos sus intentos fueron vanos y no consiguió ni un triste mendrugo de pan que llevarse a la boca. De la desolación inicial, el anciano cayó en una terrible ira, de manera que cuando abandonaba el pueblo lanzó una terrible maldición. Todas las mañanas del día de San Juan, los habitantes de Leitariegos deberían ofrecer en sacrificio a una doncella de la localidad en el cercano lago.
Los habitantes del pueblo no hicieron más que reírse de las inútiles amenazas del viejo. Ninguno de ellos creyó en la maldición que consideraban que había sido lanzada por un charlatán vagabundo loco.
El primer día de San Juan después de estos hechos, los habitantes de Leitariegos apenas recordaban la maldición del anciano mendigo. Se levantaron como un día cualquiera dispuestos a realizar sus labores cotidianas. No se había oficiado ningún sacrificio. De pronto, una tempestad se abatió sobre el pueblo y del cercano lago surgió una serpiente de proporciones gigantescas. El enorme y monstruoso animal asoló todo el pueblo. Todo lo que encontraba a su paso fue destruido y no tuvo piedad de los vecinos con los que se cruzó.
El pueblo había comprendido que la maldición se había cumplido y decidieron que cada mañana de San Juan ofrecerían a una doncella en sacrificio.
Todos los días de San Juan, el pueblo en pleno se acercaba a la orilla del lago llevando a la desgraciada muchacha que debía servir de sacrificio que asegurase la tranquilidad en la vida de Leitariegos. La joven se situaba en la orilla, y en un determinado momento, de las profundidades del lago surgía la monstruosa serpiente. En sus fauces apresaba a la doncella y con ella volvía a sumergirse en las frías aguas del lago. Los sacrificios continuaron durante largos años.
Otra mañana de San Juan llegó pesumbrosa a Leitariegos. La doncella a sacrificar ya había sido convenientemente preparada el día anterior. Todos los vecinos se dirigieron hasta el lago. La muchacha no podía dejar de sollozar. Fue situada en el lugar exacto donde sería devorada por la gran serpiente. La joven necesitaba cualquier ayuda que la salvase de su trágico fin. Se aferraba con fuerza al rosario de la Virgen que le había regalado su madre, mientras imploraba a la Madre de Dios para que intercediese por su vida. El enorme animal surgió de las aguas dispuesto a cometer el ritual asesinato, pero algo extraordinario sucedió. La Virgen escuchó las súplicas de la doncella. Inmediatamente, el rosario que sujetaba en sus manos se convirtió en una gigantesca cadena con vida propia. La cadena se lanzó sobre la serpiente a la que atrapó. El animal no tenía fuerza suficiente para librarse de tan gran cadena, y el peso del metal hizo que se hundiese en las profundidades del lago, del que nunca volvió a surgir. La maldición había desaparecido gracias a la mediación de la Virgen.
La leyenda explica la cristianización de antiguos ritos prerromanos. Los sacrificios en lagos han quedado constatados por la arqueología en algunas zonas de Europa en época prerromana, por lo que no sería de extrañar que en este lago se realizasen sacrificios humanos, como lo demuestra la leyenda.
El piélago del moro
Un paraje no identificado y que alguna vez fue conocido como El Piélago del Moro podría haber sido escenario del mayor desastre que vieron los siglos en el Valle de Laciana. Hoy ni se reconoce este topónimo ni se recuerda haberlo utilizado nunca. Pero, a tenor del orden en que son descritos los límites del concejo lacianiego en la Carta de Privilego que le fue otorgada por Alfonso X en 1270, podría apostarse a que el Piélago del Moro se encuentra en el nacimiento de la Veiga el Palo y que se trata del llano pantanoso que llaman Las Charcas, extendido al pie del Collao Alto.
En el cronicón titulado Antigüedades y Cosas Memorables del Principado de Asturias, Alonso de Carballo, basándose en los escritos de un historiador árabe de nombre Abentarique, relata cómo, allá por el siglo octavo, Don Pelayo ganó a los moros la villa de Cangas de Tineo, que era tierra fértil de trigo y generoso vino, lindas frutas, caças y pescas. Abenramín, rey de Toledo, tuvo un pesar gravísimo por haber perdido Cangas y parecióle que importaba mucho a su reputación recuperar la ciudad, de manera que juntó un ejército de doce mil ochocientos hombres nada menos y vino contra Asturias. La sola noticia de semejante amenaza debería acoquinar al más valiente, incluso si era asturiano. Pero el habilidoso estratega, experimentado en tantas escaramuzas como la de Covadonga, sabía que Abenramín no podría sacar provecho a tan multitudinaria tropa por la dificultad para hacerla maniobrar en estos laberintos de la cordillera. Así que, enterado Don Pelayo de lo que se le venía encima, acudió veloz con los suyos a cortar el paso al rey moro el cual, en cuanto tuvo conciencia del fregado en el que se había metido, corrió a acogerse por aquellas montañas de Laciana y dentro de dos días como llegó, sobrevino tal pestilencia en aquel paraje que de todo aquel ejército no quedaron más que mil personas.
Imaginemos por un momento al descomunal ejército árabe reculando en la Vega de Rengos, a las puertas de Cangas, y metiéndose por el valle de Gedrez, siguiendo curso arriba del río Narcea, tratando de guarecerse en la vertiente de las asturias cismontanas. Teniendo aquellos caminos la anchura justa para el rodar de un carro y fluyendo los moros en tan fabuloso caudal, es fácil de comprender que no irían en formación militar, de cuatro en fondo los peatones y de a dos los jinetes, porque, haciendo un cálculo somero, la columna alcanzaría unos diez kilómetros de larga, sin contar los carros de víveres, armas, tambores, chirimías y demás pertrechos. Para escapar de Don Pelayo y sus asnos salvajes, parece más creíble que los moros lo hicieran en tropel, los de a caballo por delante, en un frente completamente desordenado y tan ancho como permitiera el valle, saltando paredes, urces y piornos a todo galope. Así las cosas, no tendría nada de extraño que, tras franquear el Collao Alto, entraran en la Veiga el Palo sin el tiento necesario y se dieran de bruces con aquellas procelosas charcas. Los jinetes de atrás llegarían como ciegos, arremetiendo contra los de vanguardia, los caballos amontonándose, piafando, emitiendo relinchos angustiosos y tratando de mantener el cuello fuera del agua hasta el límite fatal del estiramiento. Una vez empantanados los ochocientos de caballería, irían llegando los doce mil infantes exhaustos y muertos de sed a ese piélago, lugar pantanoso o tremendal según la antigua acepción del término. Ocurriendo estos hechos apocalípticos en pleno estiaje, sobradamente se explicaría lo de la pestilencia que vino a los dos días y la mortandad subsiguiente.
Al caminante que hoy recorra aquel tremedal mullido y deliciosamente aromático, sobre el verde tapiz que retiembla bajo las pisadas, a cobijo del bosque de tersos abedules y arrugados robles con fantasmagóricas barbas de líquen grisáceo, envuelto en el placentero son de los arroyuelos que fluyen entre peñascos y matas de arándano, intuyendo la proximidad del oso que dormita encamado entre los piornos, aguardando a que la cómplice noche vista con su traje pardo a todos los gatos, sobresaltándose con el inesperado salto metálico de una trucha en aquellos profundos canales de agua impoluta que se ocultan tras los juncos …. le resultará difícil imaginar esta deleitosa Veiga el Palo -como la calificara el ilustre montañero Lueje- convertida en la deletérea Veiga el Palo que sugiere Alonso de Carballo.
Hace algunos años, este paraje de Las Charcas tuvo que ser rodeado por una cerca de estacas y alambradas de espino para prevenir que el ganado se metiera en lugar tan peligroso. Unas cuantas cabezas de bovino y más de un caballo perecieron ahogadas aquí y cuentan cómo, hace tiempo, hubo que rescatar a tres vacas que habían entremado y, fatalmente atrapadas, mugían en su desesperación y estiraban el pescuezo para mantener a duras penas el morro fuera del agua. La operación se efectuó de noche cerrada, con la colaboración de varios vecinos de Caboalles de Arriba, alumbrados con doce lámparas prestadas por la Mina Escondida y provistos de sogas que ataron tras los cuernos de los animales para tirar de ellos hasta ponerlos a salvo.
La fuente de las Bruxas
Hay otra fuente en la Veiga el Palo también relacionada con lo esotérico o sobrenatural. Es la Fuente de las Bruxas que mana no lejos de las Penas de los Chobercos. El agua de este manantial es muy buena, de las mejores del valle. Pero durante muchos años y siglos, la gente de toda la comarca sintió pavor al pasar cerca de este lugar, especialmente de noche, ya que era muy frecuente sufrir los abrasadores mordiscos de las brujas en pantorrillas, muslos, nalgas y pechos principalmente. Eso es lo que ocurría … y también otros terribles sucesos que más vale no recordar.
Los días más arriesgados eran los del entorno del tres de mayo, día de San Felipe, cuando todas las brujas asturianas se daban cita para celebrar un multitudinario aquelarre en este lugar. Una legión de hechiceras, furias, corujas, arpías, basiliscos y demás ectoplasmas acudía desde todos los puntos cardinales…
A la Veiga el Palo,
a la ofrenda el diablo,
por cima las cádavas
ya umbaxu los artos.
Por aquellos cadavales próximos al camino del Rozón, cerca de la Pena los Chobercos, los pétreos tueros de las urces quemadas y los afilados tocones de los piornos cortados para leña mordían las pantorrillas de los caminantes y las zarzas y los espinos que crecían en las paredesarañaban las morbideces más prominentes de las hembras. No es extraño que todo Cristo atravesara el paraje corriendo como alma que lleva el diablo y sufriendo más mordeduras cuanto más atropelladamente corría.
El pastor y la Virgen de Carrasconte
No hace mucho tiempo, un pastor tuvo que salir, como todos los días, con su rebaño por las montañas de Babia. Se levantó temprano, en un día que parecía que iba a ser algo destemplado. Las nubes cubrían el cielo y amenazaban lluvia. Sin embargo, decidió salir a pastar aprovechando los excelentes forrajes que ofrecen los campos babianos. En su zurrón llevaba el magnifico queso que elaboraban en su casa y el bollo de pan en el que había embutido un chorizo (Este parece ser el origen del famoso “bollo preñau” asturiano) Sin dudarlo, inició la marcha.
El día transcurría tranquilo. El cielo, amenazante en un primer momento, empezó a despejarse y las nubes grises desaparecían. Un sol de justicia comenzaba a brillar y el calor apretaba. El pastor decidió hacer un pequeño alto en el camino. La braña a la que se dirigía todavía se encontraba lejos y podía permitirse un pequeño refrigerio antes de reanudar la marcha. Despacio, empezó a cortar pequeñas porciones de queso que acompañaba con el vino de su bota, vino que traían desde las tierras del sur de la provincia o de El Bierzo.
La mañana era soleada y tranquila. Era agradable conducir el rebaño por los caminos entre los prados babianos, guardados por altas montañas. Por fin, llegó hasta un lugar que conocían en toda Babia como Carrasconte.
No en vano, el lugar era muy famoso para todos los babianos desde tiempos muy antiguos. Allí se conservaba una reliquia de tiempo inmemoriales que ni los más ancianos de las cercanías recordaban. Se trataba de un monolito, una gran piedra vertical hincada en el suelo. Todo el mundo la conocía como la “Piedra Furada”. Según se comentaba, desde que la tierra era tierra, esa piedra había permanecido siempre en el mismo lugar, imperturbable al paso de los años y de los siglos. También, las gentes del lugar, entre susurros, afirmaban que la piedra marcaba el lugar donde, hace tiempo, se practicaban extraños rituales y ceremonias paganas, antes de la llegada de los romanos, incluso.
El pastor, durante unos instantes, admiró la piedra. Sintió cierto temor, una extraña atmósfera envolvía el lugar. Como por arte de magia, el cielo de nuevo se cubrió con nubes negras, plomizas, que amenazaban una fuerte tormenta, mientras que el viento soplaba con fuerza. Todo su cuerpo se estremeció en una extraña sensación. Algo mágico tenía aquel lugar. Aún así, se sentó cerca de la famosa y misteriosa “Piedra Furada”, atraído por su presencia.
Apenas llevaba unos minutos descansando, cuando un terrible resplandor le cegó. La intensidad de la luz era increíble y no sabía de dónde procedía. El temor fue cada vez mayor y no podía reaccionar. A punto de desmayarse, pudo ver una extraña silueta que se acercaba hacia él. La Virgen se le apareció, tranquilizándole. El muchacho, después del pánico inicial, recobró la calma ante la presencia divina. La Virgen, le entregó una pequeña talla. Era su propia y sagrada imagen. Con voz tranquila, le solicitó que le construyesen una ermita en ese mismo lugar. Después, desapareció de su vista. El sol volvió a brillar con fuerza.
El joven, con la figura en sus temblorosas manos, se encaminó hacia la localidad más cercana y comunicó su noticia. El pueblo, admirando la figura, dio crédito a la historia del pastor. Sin tardanza alguna, comenzaron la construcción del santuario solicitado por la Virgen. En la actualidad, cualquier persona puede visitar el bello Santuario de la Virgen de Carrasconte.
El diablo y San Julián en el Villar de Santiago
La leyenda atribuye al mismísimo diablo la destrucción del pueblo por el fuego.
Uno de los prodigios atribuidos al santo San Julián es la permanencia de la huella de sus pisadas en un lugar de difícil localización, ya que se encuentra algo lejos, bastante más arriba de la Ermita y entre la arboleda.